martes, 11 de noviembre de 2008

ORZALA ASHRAF




Es una mujer musulmana moderna con las ideas muy claras.


Durante la etapa más dura de los talibanes fundó las escuelas clandestinas para mujeres, en Afganistan. Así nació la Asistencia Humanitaria para mujeres y niños de Afganistan.



A los dieciséis años improvisó clases de alfabetización para mujeres y niñas en el campo de refugiados. De esta forma nació la organización no gubernamental Hawca y la idea de organizar clases clandestinas durante el régimen taliban. Clases de alfabetización y sanidad (tenemos que tener en cuenta que mujeres y niños tenían el acceso prohibido a colegios, hospitales y médicos.




"las mujeres del vecindario se reunían en una casa. Teníamos escondida la pizarra y los cuadernos. Vigilaban la puerta mientras hacían la clase susurrando"


En el 2003 organizó una recogida de firmas para el desarme de los hombres de la región norteña, consiguiendo el qpoyo de más de diez mil hombres y mujeres.







Desde 1991 vive en el campo de refugiados de Peshawar.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

JOSE ANTONIO SOLA y H.A.



"Si yo hubiera mantenido el anonimato, como este hombre de Madrid, no habría tenido tantos quebraderos de cabeza». Envidia José Antonio Sola Rodríguez, 26 años, al ciudadano que esta semana se convertía en protagonista y hacedor del mayor golpe dado al comando Madrid de ETA desde hace 14 años. Y no ya por la gesta que él también protagonizó la suya, salvando hace cinco años a sus vecinos de Granada de la masacre terrorista sino porque H.A. (héroe anónimo, llamemos así, por aclamación popular, al madrileño que el pasado martes, al volante de su usado Land Rover se lanzaba a la persecución de dos terroristas) ha podido, ha sabido, preservar su identidad.


No es fácil plantar cara al terror paralizante que infunde el hacha y la serpiente de ETA sin pensar en uno mismo. En noviembre de 2001, H.A. apenas pudo pestañear. O salía tras los jóvenes que huían presurosamente del lugar del atentado, o los presuntos asesinos ponían tierra de por medio. «Había que tomar una decisión, y sin duda pesaba mucho la sangre una vez más derramada a manos terroristas», decía en su carta. Templó los nervios, se aferró con una mano al volante de su renqueante Land Rover, con la otra al móvil, llamó a la policía y siguió por todo Madrid el rastro de la huida de los dos etarras que a las 9.08 de la mañana activaron el detonador de un coche bomba, preñado de 25 kilos de dinamita. El coche blanco al que perseguía, presumiblemente era otra bomba rodante, y los dos ocupantes a buen seguro que iban armados. Tragaba saliva.No es fácil pisar los talones al sangriento comando Madrid.

Tras él quedaban 140 pisos resquebrajados, 20 coches calcinados, más de 90 heridos, un alto funcionario, Juan Junquera, y su chófer milagrosamente vivos, y el llanto de una niña de tres años que, tumbada sobre el capó de un coche desplazado por la deflagración al centro de la calle, esperaba una ambulancia que salvara su vida.

Da igual que sean 37 minutos de persecución en Madrid, una llamada anónima desde un hipermercado en Oyarzun para decir que el etarra Valentín Lasarte se encuentra allí de compras a cara descubierta, un grupo de sevillanos que señalan con el dedo a quienes acaban de asesinar al coronel Muñoz Cariñanos, o un joven granadino que sale despedido por los aires después de evitar que un coche bomba convirtiera las fiestas de su barrio en una auténtica carnicería.Son gente anónima a la que el puro azar invita a una cita a ciegas, y peligrosa, con el destino. Los menos reciben un reconocimiento público. Y para algunos aquellos días de fama efímera terminan, con el tiempo, convertidos en un recuerdo amargo.

«Tengo rencor hacia cómo se me trató». Las palabras de José Antonio Sola no destilan complacencia hacia la sociedad que lo colmó de honores. Incluso afirma que su acto le costó el puesto de trabajo. Dice que la empresa de mensajería en la que estaba empleado tuvo miedo de que la banda terrorista quisiera vengarse de él y le enviara un paquete bomba. Lo despidieron. «No te preocupes, te conseguiremos un nuevo trabajo», le repetían entonces los políticos que lo condecoraban y le daban palmaditas en la espalda.Seis meses después, cuando le impusieron en la solapa la última medalla, con tratamiento de «Excelentísimo Señor», seguía sin empleo: «Vengo con humildad y en paro», decía en el acto. Aquel día de abril de 1998, cuenta, vivió sus últimas horas como héroe.Nunca más se supo de él. «Las noticias nacen, crecen y desaparecen como las cucarachas. Eso me pasó a mí», declara a CRÓNICA por teléfono, renuente, desconfiado, con un punto de amargura.

Cuando la noticia nació, José Antonio Sola tenía 22 años y era mensajero y voluntario de la Cruz Roja. Acompañaba a casa a su novia Conchi cuando descubrió un auténtico arsenal de destrucción.Sobre el capó de un vehículo estacionado junto al de su novia había un montón de lanzagranadas. Como H.A., apenas meditó unos segundos. Llamó a la policía, cortó el tráfico de la calle María de Manuela, en Granada capital, e intentó desalojar a los 40 vecinos de los dos inmuebles más cercanos. «Como estábamos de fiesta, me confundieron con un loco o con un borracho. Empecé a llamar a los pisos para que la gente saliera a la calle. Les dije que había un coche cargado con bombas pero no me creyeron.Entonces se me ocurrió decirles que era un escape de gas». Los convenció y cuando respiraba aliviado porque todos estaban a salvo, el Fiat cargado por ETA hizo explosión muy cerca de él.

«Tengo complejo de supermán porque he volado 20 metros». Sus declaraciones, junto a una fotografía en la que se le veía con el brazo en cabestrillo coparon todas las portadas. Así comenzó a crecer la leyenda del héroe de Granada.

Hoy, cuatro años después, la larga lista de medallas que le impusieron acumulan polvo arrinconadas en una estantería del salón. Las fotografías con Aznar en la Moncloa o con Chaves cuando fue a verle a Granada, desterradas en un cajón. A sus dos hijas, Laura y Aurora, nacidas después de aquel lunes 22 de septiembre de 1996 que lo sacó del anonimato, no piensa contarles nunca lo que hizo. Y cuando se le pregunta si repetiría heroicidad guarda silencio. Ante la insistencia, apenas musita: «No lo sé. Ahora en frío te diría que no. Pero en el momento seguro que lo volvería a hacer. Me abstengo de decir lo que hubiera hecho yo en el caso del señor de Madrid. Reconozco que ha sido muy valiente, pero...Cada cual a lo suyo».

Cuatro de cada diez españoles, a la luz de los datos recogidos en la encuesta realizada por Sigma Dos para CRÓNICA, dicen que hubieran actuado como H.A. Al 57,5%, no le hubiese gustado protagonizar la acción y quienes se desanimarían ante la posibilidad de que después trascendiera su identidad suman el 63,4%.

También H.A. tuvo pronto miedo de revelar quién era. Consciente quizá de la trascendencia que podía tener lo que estaba haciendo («Lo que más le puede preocupar a este ciudadano es la seguridad de su familia y la suya», le decía, en tercera persona, a los dos periodistas de EL MUNDO que lograron hablar con él), se negó a dar su número de matrícula o su nombre a los agentes del 092 a los que llamó para denunciar la huida de los etarras. Cuando todo terminó con la detención de Ana Belén Egües y Aitor García Aliaga, se presentó ante la policía como el hombre que había hecho la llamada y dijo que se iba, más preocupado por la avería de su todoterreno que por poner su nombre a una gesta que comenzó con estas palabras: «Buenos días, mire, que les llamo porque acaba de haber un aten...».

Al volante de su Land Rover, H.A. se pegó al Ford Escort blanco que abandonaba presurosamente la calle Corazón de María. Atento a los detalles ( «Uno lleva boina», «matrícula M-6097-LS»), hablaba con la policía con voz madura, sosegada, incluso serena. Hasta el punto de que los propios agentes se sorprendieron del dominio de la situación del que hacía gala. Pero el hombre impasible también tuvo miedo. ¿Y el espejo retrovisor de los terroristas reflejaba su rostro? «Cuidado», se autoadvertía, «se han dado la vuelta dos veces, voy muy cerca, creo que me han visto».

«NO SOY POLICÍA»
A quienes pensaron que tal arrojo ciego sólo podía ser obra de alguien relacionado con las Fuerzas de Seguridad del Estado, H.A. dedicaba unas líneas en su carta. «No soy ni policía jubilado ni ex miembro del CESID, como he llegado a escuchar; soy un civil, lo he sido siempre salvo en mi etapa de milicia universitaria tengo esposa e hijos y, gracias a Dios, llevo una vida y un trabajo normal; todo ello vale lo suficiente como para darme cuenta de lo mucho que hubiera podido perder, pero ahora soy consciente de que valió la pena mi esfuerzo».

En contraprestación a su valerosa actuación, toda la sociedad clama que se salve al héroe. Que nadie conozca jamás su rostro, su nombre... El miedo a la represalia etarra se exacerba cuando se insinúa que H.A. podría tener que declarar en el juicio ante los dos etarras. No se trata sólo de protegerlo, sino también de que su ejemplo, y la garantía de su anonimato, anime la colaboración ciudadana. «Mi nombre», ha escrito H.A., «es el de cualquiera de vosotros que (...) comprenda que el fin del terrorismo empieza en cada uno de nosotros».

Eso es lo que debió de pensar el hombre que la mañana del 24 de marzo de 1996 descolgó el teléfono para denunciar que el rostro de Valentín Lasarte, uno de los pistoleros más sanguinarios de ETA, se había dejado ver entre quienes hacían sus compras en el hipermercado Mamut, en Oyarzun, una localidad cercana a San Sebastián. Poco después, una patrulla camuflada de la Ertzaintza hallaba a uno de los terroristas más buscados en el aparcamiento del centro comercial.

Esa misma semana, José Ramón Lasarte, hermano del detenido, enviaba a los medios de comunicación una carta en la que no ahorraba calificativos amenazantes: «Quiero decirle al héroe o heroína (que a mí me parece que no tiene otro nombre que cobarde y traidor), que utilice bien el dinero que va a cobrar por delatar a mi hermano para esconderse bien». «Euskadi es un pañuelo y el que traiciona a un gudari suele tener problemas de salud. Ojalá reviente».Sus palabras acabaron convirtiéndose en una auténtica sentencia de muerte.

Diez meses después, el 30 de enero de 1997, Koro Villarta lloraba el cadáver de su marido asesinado de un tiro en la nuca cuando esperaba un autobús. Eugenio Olaciregui trabajaba en una tienda de bicicletas (Bike Sport) en el mismo hipermercado donde fue detenido Lasarte. Que el etarra tuviera una bicicleta comprada en ese mismo negocio, bastó para relacionar su muerte con la amenaza que había rubricado José Ramón Lasarte. Unas semanas después la banda terrorista lo confirmaba en un comunicado: asesinado por delator.

«Él no lo denunció. Ni se le hacía cara conocida», dice hoy la viuda, madre de dos hijas de siete y 14 años. «Eugenio no pudo realizar la llamada», dijeron entonces sus compañeros tras el mostrador. Y sacaron las facturas y los certificados de garantía que demostraban que la bicicleta la había comprado Idoia Arrieta, detenida junto a Lasarte ese mismo día. El pistolero de ETA, contaron, nunca entró en la tienda.

Desde el corazón de San Sebastián, Koro Villarta no escatima palabras de elogio para H.A. Y pide por su seguridad: «Ha sido valiente y tenemos que tener el tacto de no señalarle porque esta gentuza enseguida va a por él. Cuando cogieron a Valentín Lasarte dijeron que había habido colaboración ciudadana y no se daban cuenta de que estaban poniendo en juego la vida de otras personas. Fue mi marido como pudo ser cualquiera».

Enfrentada a la decisión de perseguir o no a los terroristas como H.A., Koro no duda en que hubiera seguido los pasos del madrileño sin rostro. Y ello, sabedora de que en su tierra la heroicidad se multiplica. «Aquí tienes que ser muy valiente para hacer lo que él ha hecho. Estamos mezclados unos con otros y no sabes qué ideología tiene el que está a tu izquierda o a tu derecha», dice a este suplemento.

En Sevilla, los dos etarras que el 16 de octubre del año pasado acabaron con la vida del coronel médico Antonio Muñoz Cariñanos, encontraron una ambiente mucho más hostil. Aún hoy, a su hijo, Pablo Muñoz, la gente lo para por la calle para hacerle saber que ellos formaron parte de aquellos ciudadanos de a pie que se lanzaron tras los asesinos por las calles de Sevilla: «Los taxistas bajaron a los clientes que tenían, conectaron su emisora con la de la policía y se dedicaron a ir por toda la ciudad buscándolos.Hablé con un zapatero que vio pasar a uno de los terroristas herido. Se ocultó en los jardines de la facultad. Llamó a la policía y lo cogieron allí».

Chari (nombre falso de una tendera sevillana de 62 años, casada y con dos hijos), corrió tras ellos por toda la calle Jesús del Gran Poder. «El que va delante lleva pantalón marroncito, camisa marroncita, pelo rizado y mocasines. El de detrás, un pantalón vaquero, camiseta blanca y botines blancos», contó a una patrulla de policía. «Dieron la voz de alarma y enseguida cogieron al más jovencito. Cuando lo oí en la radio me puse tan contenta...Sentí que había hecho un favor muy grande a Andalucía y lo haría siete, 20, 30 o las veces que hiciera falta».

ETARRAS CAMUFLADOS
Muchos otros testigos accidentales han contribuido, calladamente, a cercar a comandos etarras. Ocurrió en Pontevedra, en julio de 1996. Varias llamadas condujeron a la Guardia Civil hasta los terroristas que se habían trasladado a Galicia para asesinar al presidente de la Xunta. Pero demasiadas veces el terror habita en la cuarto de al lado sin que nadie acierte a verlo. La decidida acción de H.A. ha servido también para poner al descubierto la última estratagema de los etarras para pasar desapercibidos: Ana Belén Egües vivía en Madrid con tres peruanas. Aitor García Aliaga, realquilado en un piso junto a otros tres españoles que creían vivir con el asturiano Óscar.

Gracias a H.A., sus habitaciones y las de otros tres miembros del comando que lograron escapar, dos de ellos no fichados están hoy vacías. Se cruzaron, por accidente, con el hombre sin rostro.Como un día José Antonio Sola encontró en su camino una bomba que lo lanzó a la fama. Convencido de que fue una gran desgracia, sólo mira al presente. El reto no es pequeño: sacar adelante a su familia se casó con Conchi y ya tienen dos niñas y conservar el puesto de trabajo, en una central receptora de alarmas, que nadie le ofreció en sus aquellos días de gloria. Él, dice con amargor, ya pagó el precio de ser un héroe. "


http://www.elmundo.es/cronica/2001/317/1005550565.html